jueves, 26 de noviembre de 2009

UN INFORME CONDENA AL KIRCHNERISMO

por los nuevos presos políticos

El documento de Abogados por la Justicia y la Concordia refleja las violaciones de los derechos de los militares y policías enjuiciados.

Mediante recientes fallos dictados por la nueva Corte Suprema nombrada por el ex Presidente Néstor Kirchner, se han abolido en la República Argentina las más elementales garantías jurídicas exclusivamente para determinados ciudadanos, desconociéndose a su respecto principios como el de legalidad; irretroactividad de la ley penal más gravosa; cosa juzgada; derechos adquiridos por amnistías e indultos dictados por los poderes políticos y otros.

Como consecuencia de ello, más de 600 ciudadanos, todos ellos ex integrantes de las fuerzas armadas o de seguridad que combatieron el terrorismo en los años ’70, permanecen encarcelados privados además de elementales derechos procesales como la prohibición de encarcelamiento por más de 3 años sin condena; la detención domiciliaria para personas de más de 70 años y el principio de igualdad ante la ley.

Cincuenta y cuatro personas han muerto ya en prisión desde el dictado de estos fallos contrarios a los principios jurídicos que han protegido desde siempre los derechos humanos.

“Abogados por la Justicia y la Concordia ” es una asociación civil fundada en Buenos Aires el 12 de agosto pasado por más de doscientos abogados preocupados por el activismo judicial que mantiene más de seiscientos prisioneros políticos en la República Argentina, miembros en su mayoría de las fuerzas armadas y de seguridad que, acompañados en su padecer también por civiles, son perseguidos por haber combatido en los años ‘70, por los deberes propios al servicio de armas y según las órdenes del Estado, a milicias irregulares armadas, dirigidas y entrenadas por países extranjeros para asaltar el poder e imponer en el país un régimen comunista.

Las distintas organizaciones terroristas actuaron en el país a mediados de la década del 60, llegaron a los 20.000 combatientes activos, dispusieron de importantes recursos y alcanzaron la mayor expresión de fuerza a partir de la fuerte escalada de violencia lanzada poco antes de fallecer el presidente Juan Domingo Perón, en 1974.

Los presos políticos son víctimas de la persecución judicial organizada por el gobierno argentino y la fenomenal campaña de propaganda montada para desvirtuar un lamentable conflicto caracterizado como guerra civil revolucionaria por la Corte Suprema de Justicia de la Nación asumida con la reinstauración democrática del presidente Raúl Ricardo Alfonsín.

En los últimos años, después que por distintos instrumentos normativos la Argentina clausuró esa triste etapa histórica a fines del siglo pasado, el gobierno instaló la campaña de persecución y revancha que agobia y divide a la ciudadanía sin que los dirigentes políticos, las instituciones públicas, las organizaciones intermedias y los distintos sectores de la ciudadanía hagan público lo que resulta por demás evidente: el nivel de ruptura y desquicio en que se han sumido la ley, el derecho y el orden jurídico por servir viejos afanes de venganza y menores propósitos de circunstancia sectorial o política.

No se advierte mayor interés por averiguar y difundir lo que está pasando.

Los cuadros medios y subalternos de las fuerzas regulares del país, suboficiales incluso del más bajo rango, han sido demonizados y segregados a la rastra de campañas de propaganda cuidadosa e intencionalmente montadas con maneras xenófobas pensadas para distraer a la opinión pública, por tanto ajena o desinteresada de la suerte y destino reservado a réprobos y marginados, “otros” sin derecho elegidos para escarmiento.

Ni siquiera los jueces se ocupan de averiguar y establecer qué es lo que hay que hacer para dar a cada quien lo suyo; encaramados en inciertas categorías fenoménicas de alarmante abstracción, datos de inusitada generalidad como el grado, destino, cercanía, antipatía o rumor son suficientes para imponer larguísimas prisiones preventivas que en muchos casos computan más de ocho años de verdaderas penas sin perspectiva de juicio ni título de condena.

No vale ni se toma en cuenta que la gran mayoría de los prisioneros eran jóvenes, oficiales y suboficiales de baja graduación formados en la disciplina militar para el servicio de armas.

Breve y necesaria reseña del marco histórico en que se desenvolvieron los hechos bajo juzgamiento.

La lucha armada se remonta a los años ’60, de cuando data la ofensiva guerrillera lanzada sobre Latinoamérica y África por la entonces Unión Soviética, con la ayuda logística de Cuba como centro de capacitación ideológica, entrenamiento militar y refugio político para los combatientes.

La Argentina, como muchos países hermanos fue objeto entonces de sonados hechos de violencia por el homicidio político, el asesinato de policías y militares muertos por serlo, el robo, el secuestro y extorsión de empresarios, dirigentes o referentes sectoriales, los atentados con bombas y explosivos, la toma de pueblos u oficinas públicas, el asalto a los cuarteles así como otros episodios del mismo cariz hasta entonces desconocidos en su historia.

Vale tomar sin embargo para el caso de Argentina el 25 de mayo de 1973, porque esa fecha marcó el punto desde el cual fue imposible el control del conflicto por los resortes comunes del Estado.

Apenas asumir Héctor J. Cámpora la presidencia del país , por maneras sólo tardíamente refrendadas por los poderes legales constituidos, se dictó una amplia e indiscriminada amnistía mediante la cual fueron puestos en libertad un número importante de terroristas detenidos a disposición de la justicia argentina, así como separados y perseguidos los jueces que hasta entonces se encargaban de juzgarlos.

Este hecho significó para muchos el triunfo del terror sobre los escrúpulos y la decencia, además de comprometer gravemente las respuestas del futuro.

Pronto la violencia ganó otra vez el centro de la escena.

Ante lo cual, por la parálisis de los tribunales y el desborde en que cayeron los organismos de seguridad finalmente, en 1975, el gobierno constitucional ordenó que las fuerzas armadas entraran en operaciones militares hasta “aniquilar” las milicias terroristas.

La orden fue instrumentada formalmente en los decretos del Poder Ejecutivo 261, 2770, 2771 y 2772, complementados por otras medidas de la misma inspiración; y si bien años después hubo pueriles esfuerzos semánticos y dialécticos para sacar contenido a la expresión “aniquilar”, nadie logró cambiar el sentido práctico que empeñaba el poder militar del Estado para enfrentar la agresión terrorista.

Para esa época, las víctimas –civiles, militares y de fuerzas de seguridad- por hechos protagonizados por las organizaciones terroristas sumaban más de once mil (según estadísticas del Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas)

En marzo de 1976 la Junta Militar integrada por los Comandantes de cada una de las tres fuerzas armadas, asumió el gobierno del país y procedió a ordenar a sus mandos y las fuerzas policiales y penitenciarias –ya puestas a su disposición por normas de la democracia- el cumplimiento de órdenes de batalla contra las organizaciones terroristas que dejaron un saldo de más de nueve mil muertos y desaparecidos (según estadísticas de la Comisión Nacional para la Desaparición de Personas convocada por el ex Presidente Alfonsín).

El 10 de diciembre de 1983 Raúl Ricardo Alfonsín asumió como presidente de la Nación, clausurando diez años de enormes dificultades.

Tenía por delante un problema singular pues la creciente pérdida de presencia y popularidad que afectó a los militares desde la derrota de Malvinas en 1982 se notó fuertemente en los reclamos de la opinión pública por la cuestión de los desaparecidos, y las secuelas de la entonces llamada lucha contra la subversión terrorista.

Tres meses antes de entregar el poder el general Bignone, el último presidente de facto del período militar, el 13 de setiembre de 1983 dictó la Ley 22.294 amnistiando los delitos cometidos por ambos bandos en el enfrentamiento.

El intento no fructificó: apenas conocerse la ley varios jueces de Buenos Aires resolvieron su inconstitucionalidad por considerar que un gobierno no puede amnistiarse a sí mismo, argumento que años después recogió la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

En ese marco el presidente Alfonsín tuvo que elegir el camino que tomó días después de asumir, con los decretos 157 y 158 y la Ley 23.049, aparte dejar formalmente sin efecto por la Ley 23.040 de pacificación dictada en las postrimerías del gobierno de facto.

Por el primer decreto citado dispuso que la justicia federal formaría causa criminal contra los jerarcas de las organizaciones terroristas que mencionó en el texto, circunscribiendo los referentes de una de las partes del conflicto que rendirían cuentas ante la justicia.

El segundo 158, por su parte, ordenó someter a juicio del procedimiento sumario de tiempo de paz a los miembros de las tres primeras juntas militares que se sucedieron en el Proceso de Reorganización Nacional por los delitos que se hubieran cometido por las fuerzas armadas y policiales en el marco de las operaciones militares realizadas para aniquilar las organizaciones terroristas.

Cierto que el gobierno de Alfonsín sentó –como vemos- una lectura asimétrica del fenómeno pero cierto también que, más allá de las objeciones que en puridad podrían levantarse por la manera como se flexibilizaron o torcieron algunos principios sustanciales (estableció a la Cámara Federal Penal como tribunal de alzada del Consejo Supremo), reinó la preocupación por observar el orden jurídico y las garantías esenciales.

Durante el año 1984 empezó a actuar el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas competente por el grado militar de los miembros de las juntas militares imputados pero a poco andar, cuando todavía reunía los antecedentes que sustentarían la actuación propiamente dicha y cuando tuvo disponible el informe de la Comisión Nacional de Desaparición de Personas que recopiló denuncias durante ese año 1984, la Cámara Federal usó una facultad que le otorgaba la Ley 23.049 y se avocó en única instancia al conocimiento de la causa.

El juicio se sustanció y falló en 1985, con fuertes condenas para los miembros de las dos primeras juntas y la absolución de los miembros de la tercera, que respaldó la Corte Suprema en fallo posterior.

Las sentencias de ambos tribunales declararon que el fenómeno de violencia padecido por el país en el período considerado tuvo lugar una guerra civil revolucionaria, en cuyo desarrollo ambos bandos cometieron delitos.

Y así como estableció que las fuerzas subordinadas debían aprehender a los cuadros o sospechados de integrar células terroristas, la sentencia dispuso formar causa aparte para juzgar a los mandos intermedios y a quienes estuvieran sindicados por hechos aberrantes.

La medida provocó mucha discusión y ningún efecto.

Por lo cual, por iniciativa del mismo gobierno coherente en resolver el problema entre manos, el Congreso dictó la Ley 23.492 comúnmente llamada de “Punto final” y sancionada a mediados de 1986, por cuya virtud se declaraban extinguidas las acciones penales por todo imputado o hecho que no fuere procesado dentro del plazo indicado por el texto.

Vale repetir que esta ley fue la medida adoptada por el gobierno por la sostenida morosidad judicial, ante la próxima prescripción de buena parte de los delitos y por las complicaciones para la disciplina militar derivadas de la acción errática y desordenada de los jueces actuantes.

La ley 23.492 no produjo el efecto deseado.

En vez de lograr que los tribunales revisaran con cuidado los diferentes expedientes y ordenaran su marcha según los hechos relevantes y las condiciones de mérito, la justicia dictó numerosas órdenes de procesamiento ampliando significativamente el objeto de las causas que tenía en sus manos.

A lo cual, por las fricciones consiguientes, siguieron tiempos difíciles en los que la cuestión militar ocupó las primeras planas, la estabilidad castrense quedó en peligro y los mandos tuvieron serias dificultades con la disciplina.

La sucesión de citaciones, audiencias y detenciones en todos los puntos del país alteró totalmente los ánimos, involucionando hasta la protesta mediante acuartelamiento de oficiales subalternos del Ejército en abril 1987, de la que resultó la Ley 23.521 llamada de “Obediencia debida”.

Ambas leyes muestran la determinación del gobierno del doctor Alfonsín de avanzar en la cuestión militar más allá del planteo original de 1983.

Las leyes constituyeron sin duda una amnistía peculiar, independientemente del nombre y las palabras usadas en el texto.

Así lo reconocieron los tribunales federales de todo el país que aplicaron ambas normas según sus criterios.

Y la Corte Suprema de Justicia de la Nación las reconoció válidas, juzgando las distintas causas que llegaron a su conocimiento por sentencias que sellaron la revisión judicial del fenómeno.

Al finalizar el gobierno de Alfonsín las causas ya estaban cerradas, con excepción de las condenas firmes de los juicios juzgados en definitiva y los mandos superiores marginados por eso mismo de la ley de Obediencia debida.

El gobierno del doctor Carlos Saúl Menem siguiente, usando una autoridad expresamente conferida por la Constitución Argentina, dictó sendos decretos de indulto perdonando las penas y los juicios todavía pendientes que involucraban a personas de ambos bandos.

Las violaciones a las garantías legales, constitucionales y de los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos y la forma en que se gestaron.

Los indultos del presidente Menem fueron dictados en 1989.

Catorce años más tarde surge la avalancha revanchista que un historiador prestigioso calificó como “el regreso al pasado más sombrío”(1)(1).

Primero la Ley 25.779 del Congreso de la Nación, que comenzó declarando en marzo de 2003 “insanablemente nulas” las leyes 23.492 y 23.521 dictadas por el Congreso vigente durante la Presidencia del Dr Alfonsín.

Ello a pesar de que ambas leyes fueron –como se dijo- aplicadas por los tribunales del país y la propia Corte Suprema, y agotaron sus efectos.

Las leyes además habían sido derogadas recientemente por la Ley 24.592 por lo que se decretó la “nulidad” de dos normas ya detraídas del sistema legal.

El Congreso de la Nación no puede anular actos jurídicos o sus efectos –atribución exclusiva del Poder Judicial- y menos aún borrar los efectos causados por las leyes tales como los derechos adquiridos por aquellos a quienes ellas beneficiaron.

Una ley del Congreso para declarar nulas dos leyes del mismo Congreso sin vicio que las afecte ni motivo que lo justifique, sólo porque la corriente de poder político de 2003 difiere de la reinante en 1987.

De esta forma, cientos de militares con destacados servicios y carreras impecables, después de haber permanecido sin objeción en sus respectivas fuerzas, ascendido a jerarquías superiores en plena democracia, comenzaron a ser imputados por la justicia por hechos de casi treinta años atrás, detenidos y sometidos a un largo encarcelamiento sin pena ni juicio.

El mismo Estado que les encargó aniquilar las fuerzas irregulares que sumieron al país en la violencia de una guerra revolucionaria; el mismo Estado que les impartió luego las órdenes de combate mediante las cuales derrotaron a las organizaciones terroristas, el mismo Estado que dictó leyes que significaron tres amnistías sucesivas, y el mismo Estado que revisó prolijamente sus casos y los mantuvo en actividad muchos años después sin cuestionar su conducta, cambia radicalmente de postura muchos años después para instalar una persecución tardía e ilegal.

La ley del Congreso anulando otra ley del Congreso cargaba desde lo jurídico, más defectos que las leyes que ella anulaba.

El plan político en marcha dependía entonces fatalmente del Poder Judicial, cuyo concurso era indispensable para doblegar los derechos y garantías que la Constitución confía a los jueces proteger y tutelar.

La Corte Suprema de Justicia tenía que sumarse a la empresa, máxime porque sus fallos habían reconocido y aprobado el estado de cosas que se pretendía ahora demoler.

El presidente Néstor Kirchner consumó por tanto un verdadero golpe de Estado contra los jueces de la Corte Suprema que le serían hostiles, a quienes aisló y descalificó por una fuerte campaña de propaganda que los mostró como la mayoría automática proclive a apoyar la gestión del anterior presidente Menem.

Logró así, por las vacantes que empujó en la Corte, una mayoría automática propia dócil para acompañar sus designios.

Los jueces salientes no fueron acusados por delitos, faltas de conducta o vicios en el desempeño.

Se los removió de sus cargos por el contenido de sus votos y fallos, por el motivo, admitido sin empacho y ciertamente pueril, de que en tal o cual asunto no debieron resolver de tal modo sino de cual otro.

Despedir un juez por el sentido o doctrina de su sentencia es la manera más clara y desembozada de avasallar el Poder Judicial y privarlo de su necesaria independencia.

La campaña pública logró primero la renuncia de tres de los jueces de la Corte, que prefirieron ceder a la presión antes que someterse al juicio político; los demás, los doctores Moliné O’Connor y Boggiano, fueron depuestos por el Congreso de la Nación que puso a andar la persecución por instaurar.

Las vacantes se cubrieron por jueces comprometidos que prestaron su voto, concurso y mayoría al designio proclamado sin embozo por el gobierno.

Los fallos que siguieron sirvieron a la finalidad y honraron el compromiso, no sólo al habilitar la vía judicial que encarcelaría de por vida a oficiales y suboficiales de las fuerzas armadas, fuerzas de seguridad y reparticiones policiales a despecho de los años transcurridos, las garantías constitucionales y la doctrina centenaria de los tribunales.

También se ocuparon de cubrir de esa suerte a los terroristas que desencadenaron el conflicto y reincidieron en sus propósitos a través del asalto al Regimiento de Infantería 3 de La Tablada en el verano de 1989, en las postrimerías del gobierno de Alfonsín.

Si bien en varios pronunciamientos de 1987 la Corte había declarado válidas y constitucionales las leyes de punto final y obediencia debida, en 2004 cambió completamente de postura y pasó a decir lo contrario.

La persecución judicial por los hechos de los ’70 se apoyó en las sentencias que, con su nueva mayoría automática , dictó la Corte Suprema de Justicia de la Nación en los casos “Arancibia Clavel”(2)(2), “Simón”(3)(3) , “Mazzeo”(4)(4) y “Lariz Iriondo” (1)(5) que arrasaron las garantías de la Constitución nacional, hicieron aplicación retroactiva de tratados internacionales, se valieron de una supuesta costumbre del derecho internacional desconocida antes, se alzaron contra las leyes de amnistía y los indultos presidenciales y todo ello exclusivamente en el caso de los integrantes de las fuerzas armadas y de seguridad, excluyendo a los terroristas de las consecuencias jurídicas revisionistas que todos estos fallos implicaban.

La nueva doctrina constituye la muestra de una aberrante e ilegal discriminación.

En “Arancibia Clavel”, en un caso de extradición –juzgado propiamente por los principios de derecho internacional- la Corte suprimió de raíz el tradicional instituto de la prescripción fundado en las normas específicas vigentes que extinguen a tiempo dado el derecho a la persecución criminal.

La mayoría sostuvo que el delito de asociación ilícita era un delito de lesa humanidad por tanto imprescriptible, haciendo aplicación retroactiva de la Convención sobre Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa humanidad, que la República Argentina suscribió en 1995 por la Ley 24.584.

Un delito común del derecho penal interno, la asociación para delinquir del Código Penal, se convirtió de pronto en delito de lesa humanidad por simple decisión de la Corte, pese a que ninguno de sus elementos típicos contiene esa connotación y sólo refiere una modalidad de delito de peligro usada para combatir el crimen organizado.

Con apoyo en una Convención internacional que no entró en vigencia hasta muchos años más tarde o, como otros jueces que hicieron mayoría, por la invocación de una incierta costumbre internacional carente de formulación alguna, se creó una categoría de delitos de lesa humanidad que no está en la ley y sólo resulta de la modalidad de conducta en análisis según la opinión, parecer o voluntad de los que juzgan, contra la regla de la tipicidad penal que actúa la garantía de legalidad de la Constitución Argentina.

A su término en Simón declaró la nulidad de las leyes de punto final y de obediencia debida convalidadas en numerosos fallos desde 1987 hasta 2003 invocando el caso Barrios Altos de la Corte Interamericana de Derechos, que data de 2001 y donde dicho tribunal internacional descalificó, como los tribunales argentinos en 1983 con la Ley 22.294, la ley de autoamnistía del gobierno peruano.

La dificultad que le presentaba el hecho de que las dos leyes mencionadas tenían en el caso argentino origen democrático ajeno al gobierno militar, fue sorteada señalando que los delitos de lesa humanidad son imprescriptibles y no amnistiables por mandato del mismo derecho de gentes que nacería del consenso de las naciones formado después de la Segunda Guerra Mundial.

Como dijera un ex Presidente argentino recientemente, “no existe ley en el mundo que le impida perdonarse a los hermanos”.

El derecho de gentes invocado por la Corte –que jamás podrá ser fuente del Derecho Penal que exige ley escrita para señalar lo prohibido- colisiona con 3.500 años de cultura judeo cristiana, de la cual Argentina es heredera, que instauró primero el Yom Kiphur, el acontecimiento del perdón y la reconciliación, como su más importante celebración, mientras que instauró el perdón no una ni siete veces, sino setenta veces siete.

La Corte Suprema busca apoyo –como vimos- en un precedente internacional marcadamente distinto para desconocer una potestad expresa atribuida al Congreso de la Nación por la Constitución Argentina.

Y abandona de esa forma la condición de máximo tribunal judicial del país al subordinar su juicio al caso aislado y posterior de la Corte de Costa Rica (“Barrios Altos”) en un caso de autoamnistía no aplicable a las leyes de perdón que desconoce, y renuncia a su vez a la potestad constitucional de preservar a la Constitución como ley suprema del país.

Desde Simón entonces, el derecho penal en Argentina no tiene fuente necesaria en la ley ni rige por ende el principio de legalidad; para la Corte es permitido y válido que una costumbre que sólo se invoca y ni siquiera se prueba, disponga sobre características, contenido y gravedad de la potestad estatal de punir.

En Mazzeo la Corte declaró nulo el indulto presidencial dictado a favor del general Santiago Omar Riveros pese a tratarse del ejercicio de una potestad o autoridad que la Constitución discierne al Presidente de la Nación por una cláusula concreta y específica.

No existe tratado, jurisprudencia o costumbre internacional que apoye tal cosa.

Pero además en el caso particular existe un pronunciamiento de época de la propia Corte Suprema convalidando el decreto que otorgó el perdón, por lo que la Corte también se arrogó autoridad para revisar la cosa juzgada por ella misma y el derecho a anular la cláusula constitucional que prohíbe el doble juzgamiento.

Finalmente, mientras propicia la persecución criminal contra los miembros de las fuerzas legales que combatieron el terrorismo en los años setenta, la Corte Suprema protege a los cuadros de las organizaciones terroristas sindicados por delitos cometidos en el mismo contexto.

Al fallar en “Lariz Iriondo”, un caso de extradición de un terrorista de la banda ETA refugiado en Argentina, resolvió que –a diferencia de lo que declarara respecto de jefes, oficiales, suboficiales, soldados y policías- los delitos perpetrados por las organizaciones terroristas prescriben conforme a las reglas comunes.

Las amnistías dictadas desde 1973, igual que los indultos también repetidos desde entonces, tienen plena validez y están intactos más allá de declararse extinguidas por prescripción toda acción penal de este cuño, sólo para los terroristas, en lo que constituye una doctrina discriminatoria y aberrante que no tiene precedente en la historia jurídica de la República.

Es del caso señalar que las cláusulas señeras de la Constitución Argentina son iguales a las del mismo corte que campean en las cartas fundamentales de todos los países civilizados, desde la Constitución de Filadelfia.

Y que esas mismas reglas se han consagrado invariable y ampliamente por todas las disposiciones del derecho de los tratados que regulan el derecho de los derechos humanos. Así los artículos 11, 22 y 24 del Estatuto de Roma:

“Nadie será penalmente responsable de conformidad con el presente Estatuto por una conducta anterior a su entrada en vigor” prohibiendo la aplicación retroactiva de la ley penal y la analogía, por lo mismo que se trata del uso apropiado del poder punitivo del Estado, el respeto por los derechos primeros del ciudadano y la salvaguarda de la seguridad jurídica que asegura la convivencia en paz.

El derecho argentino vigente al tiempo de los hechos de violencia que asolaron al país en la década del setenta exige observar el principio de legalidad, no contempla, regula ni caracteriza los ahora llamados delitos de lesa humanidad, prevé la extinción de la acción penal por el transcurso del máximo de la pena prevista para el delito de que se trate, prohíbe la analogía, no tolera a la costumbre como fuente del castigo o persecución penal, tiene a la cosa juzgada como un bien que el titular hace suyo en propiedad inviolable y consagra los principios de ley más benigna y duda favorable.

El plexo normativo es contundente y francamente adverso a la doctrina de la Corte Suprema de Justicia argentina, que cumplió un papel meramente político encubierto tras un argumento dogmático que tampoco se ajusta a la verdad: el derecho de gentes no consagra lo que se declama ni convierte tal cosa en principio señero, superior y santo para derribar el cúmulo de disposiciones igualmente funda mentales que dicen lo contrario.

De este modo, para llevar a la práctica la persecución asimétrica y tal como lo vienen denunciando numerosos tratadistas, la nueva mayoría automática de la Corte Suprema con el pretexto de la gravedad de los hechos ha elaborado un derecho penal diferenciado, caracterizado por dos factores principales:

a) se aplica sólo a un determinado grupo de la sociedad;

b) es una modalidad neopunitivista, un derecho penal marginado de todas las garantías constitucionales consagradas para proteger al ciudadano de los excesos del poder estatal.

Los votos en minoría de los jueces de la Corte Fayt, y Belluscio, juristas de sólido prestigio nombrados en 1984 por el ex Presidente Alfonsín, acompañados por el Dr. Vazquez, descubren el estado de cosas al marcar la posición correcta en los casos Arancibia Clavel y Simón...

Señalan en efecto que si bien la reforma constitucional de 1994 incorporó los tratados internacionales al artículo 75 inciso 22, no “derogan articulo alguno de la primera parte de esta Constitución y deben entenderse complementarios de los derechos y garantías por ella reconocidos” que, como dispone su artículo 27, deben conformarse “con los principios de derecho público establecidos en esta Constitución”.

Destacan que la incorporación de los tratados no permite violar el principio de legalidad del artículo 18 haciendo aplicación retroactiva de un tratado o invocando la mera costumbre internacional.

Luego, refiriéndose al argumento de la gravedad usado por dos jueces de la mayoría para sostener la imprescriptibilidad de los delitos considerados, los doctores Fayt y Belluscio observan que las garantías de la Constitución están para ser aplicadas sin distinciones arbitrarias sin que pueda aceptarse “ que la gravedad o aún el carácter aberrante de los hechos que se pretende incriminar justifique dejar de lado el principio de irretroactividad de la ley penal, preciada conquista de la civilización jurídica y política” (del voto del doctor Belluscio).

Fueron muchas las voces de alarma que se levantaron para objetar los fallos de la Corte.

Vale referir en particular la declaración de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales que, analizando los casos Arancibia Clavel y Simón en su dictamen del 25 de agosto de 2005, en dictamen suscripto por unanimidad, condenó los mismos señalando que eran claramente inconstitucionales por cuanto violaban –entre otros- los principios de legalidad y de irretroactividad de la ley penal más gravosa.

La declaración pública del Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires del 15 de febrero de 2007 se refirió a la inequidad de la doctrina sentada por la Corte, señalando que el delito de lesa humanidad se define “por las características y alcances de los hechos, sin establecer distingos en razón de quiénes son víctimas ni sus autores, es decir, si estos últimos son integrantes o no de algún organismo o fuerza estatal”.

Y apunta que la Corte “a partir del caso ‘‘Lariz Iriondo ’, en contra una creciente y firme tendencia internacional, ha limitado incorrectamente el alcance de los delitos de lesa humanidad a aquellos cometidos por integrantes de fuerzas estatales”.

La doctrina de la Corte ha ignorado lo dispuesto por los arts. 4.6 y 6.4 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y del Tratado Internacional de Derechos Civiles y Políticos, suscriptos por Argentina, que disponen que todos los delitos son amnistiables.

Y precedentes jurisprudenciales internacionales que han sostenido, sobre temas similares, la misma doctrina de sostenimiento del principio de legalidad que impera en la Constitución Nacional.

Así, el más alto tribunal penal de Francia, la Sala Criminal de la Corte de Casación francesa, en el caso “Aussaresses” del año 2003, consideró prescriptos los hechos ocurridos en la década de 1950 durante la guerra de liberación de Argelia.

Al juzgar las expresiones de un general que reconoció que el ejército había realizado secuestros e interrogado con torturas la Corte de Casación señaló que Francia adhirió al Tratado sobre Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y Crímenes de lesa Humanidad ” con posterioridad a los hechos de esa guerra por lo que aplicarlo retroactivamente violaría el principio de legalidad.

Señaló además que los llamados crímenes de lesa humanidad son una nueva categoría de delito motivo por el cual si el Estado quisiera aplicarlos debería establecerlos como tales en la legislación interna.

En el caso “Pinochet” la máxima instancia judicial inglesa rechazó el pedido de extradición solicitado por el juez español Garzón considerando fundamentalmente la fecha de entrada en vigencia en Chile y en Inglaterra de la “Convención contra la Tortura y otros Tratados o penas Crueles, Inhumanas o Degradantes” y el momento previo en que habían sido cometidos los delitos por los cuales se solicitaba la extradición del dictador chileno, agregando que pese a la gravedad de los hechos que investigaba el juez español y la falta de juzgamiento en el país en el que ellos ocurrieron, el tribunal inglés otorga plena vigencia al principio de irretroactividad de la ley penal y rechazó la extradición solicitada.

Los tres fallos de la Corte provocan un evidente conflicto de poderes al revisar el Judicial atribuciones privativas del Congreso y el Ejecutivo.

Al decir la Corte que los hechos de la categoría no pueden ser objeto de amnistías e indultos, priva a los otros poderes de los dos principales instrumentos que la Constitución les brinda para lograr la finalidad –anunciada en el Preámbulo de la Carta Magna- de “consolidar la paz interior”.

La nueva mayoría automática de la Corte Suprema de Justicia argentina hace actuar en el terreno la política contingente auspiciada por los aliados del ex Presidente Néstor Kirchner y su esposa, la actual mandataria, con gravísimo daño para el sistema judicial y las garantías judiciales de los ciudadanos.

La línea en marcha arriesga seriamente la paz social, compromete los fines más primarios de la ley, la justicia y el derecho y regresa por otros medios a un conflicto que se creía terminado.

A ello se suman numerosas irregularidades prácticas en la sustanciación de los procesos también alzadas contra la garantía del debido proceso legal.

Con prisiones preventivas dispuestas por el mero encarcelar, ajenas a cualquier preocupación cautelar, convertidas en verdaderas condenas sin sentencia.

A pesar de los compromisos contraídos por la Argentina frente a la comunidad internacional como firmante de los tratados vigentes en la materia, los militares y policías que combatieron el terrorismo son los únicos miembros de la sociedad que permanecen en prisión sin condena por plazos muy prolongados, siempre en exceso de los tres años que el derecho internacional fija como plazo máximo para aguardar en prisión el juicio de rigor.

Con el agravante de que en varios casos, pese a que la ley establece lo contrario, varios militares y policías están presos en cárceles comunes de máxima seguridad pese a tener más de setenta y hasta de ochenta años.

Cincuenta y cuatro personas han muerto en estas condiciones en prisión desde la instauración de la doctrina de reapertura de los juicios por hechos de los años ’70.

Esta nueva persecución judicial lleva siete años de evolución sin que se registren sentencias definitivas de condena.

Si bien puede contarse alguna excepción, la enorme mayoría espera desde hace años un juicio que no llega contra cualquier noción de razonabilidad y todo criterio de administración de los tiempos.

Y ello pese a una vieja doctrina de la Corte Suprema en el fallo “Mattei”(6)(6) que exige que el imputado en causa penal sea juzgado en un “plazo razonable”, criterio que fuera consagrado más tarde en el artículo 8.1 de la Convención Americana de Derechos Humanos.

Lo que hoy día se reconoce como apotegma central de cualquier sistema de juicio penal, el derecho del encausado a obtener un pronunciamiento definitivo que ponga fin a la incertidumbre en que lo sume la sustanciación de la causa es en la especie, a más de treinta años de los hechos que se pretende reconstruir, ventilar y juzgar, de cumplimiento imposible.

Los imputados no tienen manera de situar los casos particulares en las circunstancias de su época, muchos protagonistas han muerto, son comunes los fallos de memoria y la propia condición del fenómeno -arma impropia en la política de estos años meneada según el interés contingente- tiene más relación con la mitología que con la historia.

Bajo estas condiciones el proceso criminal no se interesa por el caso concreto que supuestamente tiene por objeto.

La reconstrucción de los hechos, la valoración de la prueba y lo que puede o no tener que ver el imputado con el episodio que fuere no tiene relevancia alguna.

El trámite se agota en hacer desfilar los mismos testigos de una audiencia a otra, oír lo que cada uno vaya a contar sobre lo que le tocó padecer durante cierto momento de la guerra civil, pasar por alto lo que el mismo testigo hizo para la organización terrorista a la que sirvió en el enfrentamiento y, con el fenómeno de violencia según lo muestran ciertas versiones de un bando, caer sobre los militares y policías con argumentos de alarmante generalidad y total imprecisión.

Hay otra manifestación de la inequidad en la manera como se arma la relación procesal, por cuanto en los juicios de esta categoría el derecho de querella se convirtió en una verdadera acusación popular.

El juicio criminal argentino tiene una tradición más que centenaria en la acción penal pública regulada por el Código Penal de 1921; el fiscal lleva la acusación en nombre de la ley y de la sociedad, integrante del órgano establecido con rango constitucional desde la reforma de 1994.

Y aunque el derecho de querella del particular también es tradición en la ley nacional, esa condición se reserva al particular damnificado sobre quien recayó la conducta que fuere.

La ley es así y se mantiene igual para los demás casos; pero para los juicios impulsados por el gobierno establecido, los tribunales vienen admitiendo en el papel de querellantes a las más diversas organizaciones o estructuras privadas que declaran interés en el caso no por el caso en sí mismo sino por el tema que en él se involucra.

Los imputados están por tanto en la peor condición: sin medios para contratar un defensor de confianza, en manos de esforzados funcionarios públicos designados muchas veces ad hoc , sin jueces probadamente imparciales, ninguna garantía personal y una patética inferioridad en el escenario con salas colmadas de querellantes y el público reclutado por su aversión y hostilidad.

De tal estado de cosas puede esperarse mucho, aunque previsiblemente, sin duda, nada será favorable.

Los abogados defensores sufren dificultades para interrogar a los testigos de la acusación, severas limitaciones para proponer otras pruebas, y una firme tendencia a ver desvirtuados sus argumentos las más de las veces sin ninguna consideración o respuesta.

El respeto a la ley es el único camino civilizado para alcanzar la Justicia. Y es precisamente por ello que los abogados reunidos en defensa del estado de derecho en la República Argentina no cejarán en sus esfuerzos hasta que se reinstaure en la República Argentina el estado de derecho para todos sus habitantes.

Si se ha reprochado que las juntas militares abandonaron la legalidad para alcanzar la victoria sobre el terrorismo, nuevamente ahora se desdeña la legalidad para lograr lo que se ampara en la palabra justicia, lo que en realidad termina siendo su negación, un nuevo atentado contra el orden jurídico tanto más repudiable por cuanto se consuma en nombre de la Constitución y de la preocupación por el derecho.

La sana aspiración de la comunidad internacional empeñada en desarrollar el derecho de los derechos humanos como herramienta para desterrar los abusos del poder y lograr el respeto de todos los países por las garantías primarias del hombre y del ciudadano se ha visto tergiversada: en la Argentina, los derechos humanos se han convertido en la herramienta política de contingencia que, en vez de disciplinar al Estado, es el pretexto o disfraz para fortalecer el poder establecido y disuadir a los disidentes políticos.

Tan es esto así que si bien la política descripta se padece particularmente por los militares últimamente también amenaza a los civiles.

Un prestigioso magistrado que fue ministro de la provincia de Buenos Aires y no tuvo ni pudo tener relación con las medidas de contraterrorismo implementadas por las Fuerzas Armadas, fue afectado a una de esas causas y privado de su libertad como una de las primeras víctimas de una estrategia adicional hecha pública por quienes proclaman y ejecutan la política de persecución que hace uso alternativo del derecho con maneras que podrían inspirarse en los juicios de Moscú de 1939.

Es el reemplazo de la justicia por la venganza, pero no sólo eso; es también la renovación de las proclamas y objetivos más radicalizados de los años setenta, bien que por otros medios posibles por detentar sus cultores los instrumentos del poder formal.

La Asociación de Abogados por la Justicia y la Concordia no se sitúa en las antípodas por diferencias ideológicas o el mero discrepar.

No hay entre sus miembros ningún tipo de actividad política pues, aunque algunos la tienen docente o vocación jurídica, por lo común ejercen la profesión de abogado y comparten la adhesión por las instituciones forjadas por la Argentina durante 200 años de vida independiente.

La defensa de los derechos de la Constitución y la preocupación por superar antinomias fijando las pautas básicas para la convivencia pacífica y organizada son los cultos por venerar si no se quiere extraviar el rumbo una vez perdido en Argentina.

Resulta pues nuestra obligación denunciar el grave estado de violación de las más elementales normas y garantías jurídicas contenidas en la Constitución y en los Tratados Internacionales de Derechos Humanos que están sufriendo determinados ciudadanos en la República Argentina, discriminados por su posición política, ideológica o pertenencia a una determinada institución.

[1][1] Félix Luna, “La Nación” del 16/08/2003
[2][2] Fallos 327: 3294, del 24/08/2004
[3][3] Fallos 328: 2056, del 14/6/2005
[4][4] Fallos 330:3248, del 13/7/2007
[5][5] CSJN 10/5/05.
[6][6] Fallos 272:188, del 29/11/0968