domingo, 29 de noviembre de 2009

KIRCHNER, AMO Y SEÑOR

Las deformaciones institucionales nos hacen ver el desafío que tenemos para despersonalizar el poder y restaurar la ley
Los seres humanos suelen advertir los signos de las enfermedades que padecen cuando el mal ya hizo estragos.
La capacidad de las personas y de las sociedades para ignorar lo obvio es siempre llamativa.
A los argentinos nos está sucediendo eso con un síntoma muy expresivo de nuestra descomposición institucional con el que hemos pasado a convivir con naturalidad.
Ese síntoma es el ejercicio que hace Néstor Kirchner de un poder que está al margen de la ley.

El lenguaje, con sus automatismos, es un gran delator.
Desde hace tiempo, el discurso político y periodístico se refiere a Kirchner como el sujeto único de decisiones oficiales sin que eso signifique una ironía ni entrañe algún juicio de valor.
Es apenas una constatación rutinaria.
Manda quien no debe mandar, pero eso ya no parece inquietar a nadie.

La novedad de que Kirchner no pudo tolerar la limitación republicana al período que la Constitución fija para desempeñar la Presidencia llegó muy temprano.
A los tres días de haber asumido sus funciones, Cristina Kirchner debió enfrentar su primera crisis.
Un venezolano había afirmado ante la justicia de los Estados Unidos que los 800.000 dólares que trajo Guido Antonini Wilson en su valija estaban destinados a financiar la campaña que ella acababa de finalizar.
El país entero se preguntaba cómo resolvería ese desafío su flamante mandataria.
Pero el esposo no la dejó demostrarlo.
Salió al ruedo para decirle a su señora que debía quedarse tranquila, que él estaba ahí, que nadie daría un paso atrás.
Ese día fue el final simbólico de la presidencia de Cristina Kirchner.

Después vinieron otros desbordes que terminaron de anonadar a la jefa del Estado: desde una excursión chavista por las selvas colombianas digna del realismo mágico de Gabriel García Márquez, hasta el fatídico conflicto con el campo.

El desajuste es, desde el punto de vista institucional, de una enorme gravedad.
Los argentinos votaron a una persona para que termine gobernando otra.
En español eso se llama fraude.
No debería extrañarle a la clase política el bajísimo aprecio que consigue del resto de la sociedad cuando este tipo de aberraciones constituyen un dato cotidiano.
No hace falta quebrar ningún hermetismo para saber que en la Argentina de hoy es Néstor Kirchner, no su esposa, quien toma las principales decisiones del Gobierno, sobre todo en el terreno de la economía, la inversión pública, las relaciones federales, las negociaciones con el Congreso o el vínculo con la Justicia.
Es un secreto a voces que entre nosotros el valor del dólar o la tasa que pagará el Estado para endeudarse los decide un diputado electo que salió perdedor en los comicios.
Cualquier funcionario sabe que desde Olivos se puede boicotear la acción de un ministro dándole instrucciones divergentes a un secretario.
Amado Boudou no ignora, como no lo ignoraban sus antecesores inmediatos, que lo que él decide con la Presidenta lo puede modificar Kirchner en una charla con Guillermo Moreno.
Gracias a su vínculo marital, Kirchner puede decidir si se disuelve un piquete o si se le otorga un subsidio a una organización de piqueteros en detrimento de otra.

Está a la vista de todo el mundo que el ex presidente desarrolla una campaña de exaltación personal utilizando los recursos del Estado.
Está menos a la vista que se sirve de esos recursos para indagar en la intimidad de las personas, gracias a una manipulación facciosa de los organismos de inteligencia que la Argentina jamás conoció desde la restauración democrática de 1983.
Los secretos de Estado que concentra el dispositivo de la seguridad nacional se vuelcan en el oído de Kirchner, no de su esposa.

La consecuencia más inmediata es una degradación de la institución presidencial de la que tendrá que hacerse cargo el jefe del Estado que reemplace a los Kirchner.
La responsabilidad de la Presidente es enorme en este sentido, ya que es ella la que transfiere a quien la acompaña en Olivos un poder que le fue otorgado de manera indelegable.
No la excusa en esa operación el grado de dependencia emocional que pueda tener respecto de su esposo, que sólo ella conoce y que pertenece al orden privado.

La irracionalidad en la toma de decisiones termina contaminando todos los procesos de la vida pública con dosis intolerables de imprevisión.
Nadie puede estar demasiado seguro de lo que ocurrirá si las cuestiones de Estado las resuelve un particular en una instancia inapelable por lo privada. Magnífica metodología para atraer inversiones.

La llegada de Cristina Kirchner al poder venía acompañada de la promesa de una mejora institucional.
Ella misma alentó la fantasía de que modernizaría el ejercicio de su función.
Su acceso a la máxima magistratura fue pintada, incluso, como una conquista de la lucha de las mujeres por la igualdad.
Esas promesas quedaron en palabrerío.
La Presidenta rindió un lamentable homenaje a su género, al que tanto se refiere, poniendo las responsabilidades que se le confiaron en manos de un varón que decide por ella.

Estas deformaciones pueden convertirse en una anécdota cuando se evalúe el paso de los Kirchner por el poder.
Importan por otros motivos.
Porque la emergencia de un liderazgo caudillesco es siempre la otra cara de una inconsistencia social.
Porque nos recuerdan la increíble dificultad que tenemos para construir instituciones, acaso consecuencia de haber vivido tanto tiempo ajenos a ellas, y porque nos hacen ver el gigantesco desafío que tenemos por delante para despersonalizar el poder, restaurar la ley y someternos a ella.