lunes, 19 de octubre de 2009

LOS VALORES QUE PERDEMOS Y LOS IDOLOS QUE ADORAMOS

El ya famoso exabrupto de Maradona en Montevideo, minutos después de que la Argentina se clasificara para el Mundial de Sudáfrica, es sólo la punta de un témpano cuyo "cuerpo", mucho más amplio, consiste en una crisis moral .

Esta crisis se expresa en la simultaneidad de dos procesos íntimamente ligados: en un sentido descendente, la debilidad de aquellos valores que debieran alimentarnos; en un sentido lamentablemente ascendente, el culto de aquellos ídolos con los que se pretende reemplazarlos.

Llamamos ídolo a la imagen mentirosa de una deidad que se nos propone como objeto de culto, y llamamos idólatra a quien la adora como si fuera verdadera.

Cuando Moisés bajó del monte Sinaí con las tablas de la ley que Dios, el verdadero Dios según la Biblia, le había dictado, se encontró con la escandalosa novedad de que el pueblo se había puesto a adorar a un becerro de oro.

Adorar significa "orar a Dios", pero el dios al que se adora puede ser verdadero o falso.

El verbo "idolatrar" se aplica solamente a un dios falso.

Quizá la divinización de Maradona como un falso dios ocurrió a partir de él mismo, cuando atribuyó el famoso gol mentiroso que les convirtió a los ingleses a "la mano de Dios".

Pudo pensarse al principio que, con esta inolvidable frase, el gran Diego se proponía como favorito de Dios, como una prueba más de que "Dios es argentino", pero el comportamiento ulterior de nuestro máximo futbolista induce a pensar que él se imaginaba no ya como un elegido de Dios sino como Dios mismo.

Un dios falso, un "ídolo" cuya exaltación no fue culpa exclusiva del autor de aquella frase sino también de nuestra idolatría.

¿Acaso una mayoría no aplaudió, explícita o implícitamente, a "la mano de Dios"?

¿Quién es entonces Maradona?

¿Un tirano mediático que se impuso contra nuestra voluntad, o la encarnación resultante de nuestra autoexaltación narcisista, de nuestro desprecio por las reglas, ya fueran del deporte o de la Constitución?

¿Podríamos culparlo por la desmesura de su autoproclamada divinización?

¿Quién es al fin y al cabo Diego?

¿Un abusador solitario o una víctima propiciatoria del inconsciente colectivo de los argentinos?

Si lo habíamos dejado creer que era Dios, él actuó en consecuencia cuando no hizo más que desplegar la presunta omnipotencia que le atribuíamos.

Hoy la mayoría de los argentinos lo condena por lo que dijo en Montevideo, y esto apunta a una saludable reacción colectiva contra la mitomanía que lo confundió, pero no por eso no lo hemos querido con el amor ciego que, finalmente, lo perdió.
Otros ídolos Si los vacíos siempre se ocupan,

¿no hay otros ídolos aparte de Maradona que hoy procuran desplazar nuestros valores?

¿Qué decir por ejemplo del dios del dinero ?
Si lo mantenemos en su lugar, importante pero secundario, el amor al dinero es un incentivo funcional para el desarrollo de la economía.

¿Puede subir en cambio al tope de nuestra escala de valores, hasta reemplazar incluso la vocación política?

El cambio de posiciones de aquellos que han votado inesperadamente en el Congreso contra los que se suponían que eran sus principios a cambio de determinados beneficios personales ante varias iniciativas como la ley de medios y la reciente aprobación legislativa de un presupuesto que pone todo en manos del Poder Ejecutivo,

¿cómo deja a estos mutantes políticos en relación con los valores que supuestamente sostenían?

¿Cómo explicar, del mismo modo, el enriquecimiento personal de algunos políticos, comenzando por la pareja presidencial, que ridiculiza sus remuneraciones formales?

Estas preguntas bordean el inquietante problema de la corrupción .

Cuando alguien procura la obtención de beneficios personales en lugar de lo mejor para los gobernados, deja traslucir que el amor al dinero ocupa en su tabla de valores un lugar indebido.

La corrupción puede ser directa cuando sus inconfesados frutos van al bolsillo del transgresor, o indirecta cuando benefician a algún aliado, como un gobierno provincial que la demanda de sus legisladores.

Una forma sutil de corrupción también ocurre cuando representantes que han sido elegidos por formar parte de una lista determinada emigran súbitamente en dirección contraria y estafan de este modo a sus votantes.

El hecho de que Kirchner haya concentrado el inmenso poder de la caja para alterar las votaciones parlamentarias muestra que conoce como nadie las debilidades morales de la condición humana y que no vacila en explotarlas en beneficio de su propia ambición de poder.

Pero ¿cuál es este beneficio?

¿Es el cumplimiento de un programa de gobierno previamente anunciado o es la multiplicación incesante del propio poder?

El poder , en este sentido,

¿es como debiera ser un "medio" para realizar determinados ideales políticos o es al contrario un "fin en sí mismo" cuya meta es alimentarse de sus propios excesos?

Si la corrupción que provoca la exaltación del dinero al tope de la escala de valores quema incienso ante el altar de un ídolo, la sed ilimitada del poder como si fuera un fin en sí mismo apunta a su vez en dirección de otro ídolo al que adoran aquellos que lo han convertido en su propia razón de ser, en su propia "razón de Estado", convirtiéndolo en un falso dios.

¿Y los valores?

Decíamos al principio que los ídolos crecen cuando ocupan el vacío dejado por los valores .

Pero ¿qué son los valores?

Desde Platón hasta Max Scheler y Ortega y Gasset, los valores han sido considerados la transformación en sustantivo de un adjetivo encomiable.

Si decimos que una mujer es bella, es porque participa de algún modo de un valor, la belleza, del que esa mujer, al igual que un cuadro o un paisaje, participa.

El primero de nuestros valores políticos es, en tal sentido, la democracia .

Ella consiste en la transparente representación del pueblo por parte de aquellos a quienes el propio pueblo ha votado.

Si algunos políticos, ya sea en el Congreso o en las diversas posiciones ejecutivas que les ha acordado el pueblo, pegan la vuelta sin aviso previo en función de otros apetitos, lesionan gravemente el dogma de la representación democrática.

El segundo de los valores que más debiera importarnos es la honestidad , entendida tanto en lo económico como en lo intelectual.

Si un político aspira a obtener mediante la vida política el alto ingreso que no ha logrado en la vida privada, para él aquella noble vocación deja de ser un fin para convertirse en un medio al servicio de fines inconfesables.

A la honestidad económica debiera agregarse aquí lo que llamaríamos la "honestidad intelectual".

No es moralmente admisible que un político que fue elegido por sus ciudadanos en nombre de determinados ideales intente una súbita voltereta para vocear ideales contrarios, porque al hacerlo rompe el contrato moral que lo ligaba con aquellos que lo eligieron.

Pero como garantía de la honestidad intelectual de los políticos debe gravitar también la decisión de sus propios votantes para dejar de ser meros "habitantes", meros espectadores de lo que otros hacen, y convertirse en auténticos "ciudadanos", en actores irreemplazables de su propio destino.

Al fin de este trabajoso camino que aún deberemos recorrer nos espera la severidad de los votantes para con sus propios votados, una severidad que, mientras no la adquiramos, seguiremos comportándonos como menores de edad que no han alcanzado aún la madurez de la democracia que nos hemos prometido cada vez que encomendamos a un hombre o a una mujer la sagrada tarea de representarnos.