jueves, 6 de agosto de 2009

HIROSHIMA EL HORROR QUE CAYO DEL CIELO

El 6 de agosto de 1945, Estados Unidos lanzó en Hiroshima, Japón, la primera bomba atómica de la historia contra seres humanos.

Un primer balance dijo que los muertos eran 140.000.

El infierno se repitió tres días después en Nagasaki.

El proyecto bomba atómica, que contó con un equipo de científicos de élite, costó la fantástica cifra para la época de dos mil millones de dólares.

Los protagonistas.

Eran alrededor de ocho mil las chicas de las mejores escuelas secundarias que habían sido convocadas en el centro de la ciudad para unos ejercicios de defensa civil.

Como muchos de los 260.000 habitantes de Hiroshima que no habían sido evacuados (la ciudad antes de la guerra tenía 400.000 habitantes), las estudiantes miraron hacia el cielo con curiosidad para ver a esos tres gigantescos aviones del enemigo que volaban a 9.000 metros de altura.

Tres aviones solos del demonio estadounidense no podían traer muchas desgracias.

Habían hecho falta miles de bombarderos para reducir a cenizas media Tokio y otras grandes metrópolis niponas, que ardían fácil porque las viviendas japonesas eran construidas, sobre todo, con madera y papel.

A las 8.36, hora de Hiroshima, llegó el Infierno.

Little Boy (Pequeño Chico) explotó a 580 metros de altura, 43 segundos después de que la bomba al uranio 235, con una potencia de 12.500 mil toneladas de TNT, fue desenganchada de la panza del B-29 Enola Gay, como se llamaba la madre del coronel Paúl Warfield Tibbets, piloto comandante del más grande bombardero de aquella época.

Pulverizadas

Muchas de las chicas fueron pulverizadas por la primera bomba atómica de la historia empleada contra seres humanos.

Dos meses después se hizo un balance de 140.000 muertos y todavía hoy sigue muriendo gente de Hiroshima por las consecuencias de la radiación que liberó Little Boy aquel 6 de agosto de 1945.

Se cree que más de 200 mil personas fueron inmoladas en Hiroshima.

Tres días después, la historia se repitió en otra ciudad japonesa, Nagasaki, que tuvo la mala suerte de ser elegida porque el tiempo era malo y nublado en Kokura, el objetivo primario preferido por sus arsenales militares.

La orden del alto comando indicaba que Fat Man (hombre gordo), la bomba al plutonio que hizo estallar el equivalente de 22.000 toneladas de TNT , debía ser arrojado en el centro urbano de las ciudades elegidas para la hecatombe atómica.

Kokura tuvo un Dios aparte y se salvó dos veces porque era el segundo objetivo después de Hiroshima el 6 de agosto.

En Nagasaki falló la mira del oficial apuntador, que, por fortuna, erró el blanco en 3 kilómetros.

Los muertos fueron sólo 72.000 en el primer balance, también porque las colinas de Kokura amortiguaron la onda terrible de la explosión atómica.

Pero la ración de padecimientos fue también indescriptible para Nagasaki (se cree que hasta hoy han muerto por la explosión y las radiaciones unas 120.000 personas), convertida en gran parte en un desierto lleno de muertos quemados, asfixiados por la falta de oxígeno o desollados por las radiaciones.

La medida del horror se conoció recién después de varios meses y años, cuando se alzaron las barreras y los velos de la censura impuestos por el legendario general Douglas Mac Arthur, gobernador con poderes casi absolutos durante la ocupación de EE.UU. a Japón.

Las consecuencias fueron casi inimaginables: el estallido nuclear produce el triple del daño de la explosión, una onda de calor que llega hasta 3 mil grados centígrados y radiaciones mortales inmediatas o a largo plazo.

Tras este segundo bombardeo y la amenaza de que la tercera bomba sería lanzada en una Tokio ya semidestruida, Japón se rindió por decisión del emperador Hirohito el 15 de agosto de 1945.

Miles de nipones se suicidaron por el deshonor.


Así concluyó la Segunda Guerra Mundial y comenzó la Era Nuclear, la cual sigue.


Proyecto Manhattan

Pero, en realidad, el hongo atómico original que cambió de época histórica se elevó amenazador a unos diez kilómetros de altura menos de un mes antes de las explosiones en Hiroshima y Nagasaki.

En la Jornada del Muerto, un lugar de nombre tan siniestro como lo que ocurrió a las 5.31 de la madrugada del 16 de julio de 1945, culminó con la primera explosión atómica de la historia la más gigantesca epopeya científica y técnica que se recuerda: el Proyecto Manhattan.


En el llamado Punto Cero, en la zona del desierto de Álamo Gordo, en el estado norteamericano de Nueva México, había sido izada una bomba de dos toneladas que adentro contenía uranio natural y enriquecido.

Para construir la bomba, el gobierno del presidente Franklin Delano Roosevelt, quién murió de un derrame cerebral poco antes de la prueba atómica, había reunido a una buena parte de los mejores físicos teóricos, químicos, matemáticos y técnicos del mundo, una tarea que parecía imposible.

La primera explosión atómica era una prueba que los científicos necesitaban porque algunos de ellos conjeturaban que la reacción nuclear podía o no producirse o descontrolarse, quemando la atmósfera y poniendo fin a la vida en el planeta Tierra.

Sólo un personaje, encarnación del Mal Absoluto, podía hacer posible que tantos genios se juntaran para hacer La Bomba, como entonces la llamaban.

Su nombre: Adolf Hitler.

El temor de que un grupo de científicos alemanes estuviera por poner en manos del tirano nazi semejante arma total, fue el mayor estímulo para empujar a Roosevelt a comprender que EE.UU. debía realizar un fantástico esfuerzo económico, industrial y científico-técnico para apoderarse primero de los secretos del átomo.

Muchos de esos científicos eran europeos y judíos, perseguidos por los nazis, que habían debido huir de sus países.

Algunos de los pioneros del Proyecto Manhattan eran húngaros.

El verdadero padre de la bomba atómica era un pequeño, cascarrabias, idealista y con simpatías socialistas, húngaro de familia hebrea:

Leo Szilard.

Fue el primero que intuyó de golpe cuando paseaba por una calle de Londres en los años 30 el fantástico y terrible poder de la fisión atómica.

Szilard emigró a EE.UU. y cuando Hitler invadió Polonia y comenzó la Segunda Guerra Mundial, en setiembre de 1939, el profesor comprendió que la humanidad corría un serio peligro.

Szilard era amigo de Albert Einstein, el físico alemán que había descubierto la Teoría de la Relatividad.

Considera
do de un genio comparable sólo al de Leonardo Da Vinci, Einstein ganó el Premio Nobel, pero debió huir de Europa porque era hebreo, corrido por los nazis que durante la Segunda Guerra Mundial ultimaron en la Shoá, el Holocausto, a seis millones de civiles inermes de toda Europa, cuya única culpa era pertenecer al pueblo judío.

Szilard habló con su amigo Einstein y logró que el científico más influyente de EE.UU. escribiera una carta a Roosevelt explicándole la necesidad de emprender con urgencia la carrera para dominar la tecnología atómica.

Después de algunos titubeos, Roosevelt –un genio de la política que gobernó a EE.UU. durante 13 años, comprendió que si Hitler ganaba la carrera nuclear podía también ganar la guerra y convertir en cenizas a las grandes ciudades estadounidenses.

El Presidente sabía que EE.UU. entraría inevitablemente en guerra con el Eje Alemania nazi-Italia fascista- Japón militarista.

El arma atómica implicaba un problema moral espantoso, pero lo importante en aquella época era contrastar el avance de Hitler y el nazismo.


Roosevelt ordenó realizar el Proyecto Manhattan que fue puesto en manos de un hombre providencial:

el coronel de ingenieros militares Leslie Groves, rápidamente promovido a general.

Groves quedó abrumado al principio por la vastedad de la misión, pero se puso a buscar, recorriendo las universidades estadounidenses más prestigiosas, al hombre justo para dirigir la parte científica del Proyecto Manhattan.

Lo encontró en la Universidad de Berkeley, un suburbio de San Francisco, en California.

El hombre del destino, mellizo del general Groves en el Proyecto Manhattan, era un tipo singular.

Muy flaco, exótico, un físico teórico de alto nivel, de personalidad dominadora, capaz de acaudillar a la gente.

Era de izquierda, lo cual le costó muy caro años después, y de origen judío alemán.


Robert Oppie Oppenheimer, de él se trata, usaba sombreros de ala ancha, fumaba en pipa y entendió en un instante lo que le contó Groves, quién lo defendió a capa y espada aunque el FBI le presentó objeciones porque “es un personaje rodeado de comunistas, activista en la propaganda en favor de los republicanos españoles” en la guerra civil 1936-39.

Es imposible aquí hacer la lista de grandes científicos europeos y estadounidenses que participaron en la tarea de construir lo más rápidamente posible la bomba atómica.

Un Premio Nobel

Un nombre clave es el del italiano Enrico Fermi, premio Nobel de Física, que había emigrado a EE.UU. debido a la persecución del fascismo contra los judíos.

Su bella mujer era una hebrea italiana, por lo que el peligro de las represalias nazifascistas se extendían también a los hijos del matrimonio.

Fermi creó el primer reactor en el que se hizo un experimento de reacción controlada de la fisión en cadena del uranio, un aparato gigantesco construido en la Universidad de Chicago, donde era profesor el gran físico italiano.

Era la primera vez en la historia que se lograba controlar la fisión y el éxito de Enrico Fermi dio un notable impulso al Proyecto Manhattan.


Oppenheimer conocía un lugar apartado, desértico, que le gustaba para crear la ciudad secreta de la bomba atómica. Estaba cerca de Santa Fe, Nuevo México.

Allí había un colegio de pupilos en una meseta, bautizada de inmediato La Colina por los científicos.

Groves puso a trabajar al cuerpo de ingenieros militares y en pocos meses, a principios de 1943, comenzaron a llegar los científicos y sus colaboradores a los laboratorios de Los Álamos.

La Universidad de Harvard donó un reactor experimental construido en el extremo sur de la meseta a 2.200 metros de altura donde estaba Trinity, como era llamada en código la ciudad secreta que llegó a tener cuatro mil habitantes.

Los Álamos es un nombre admirado y maldecido, porque es el principal escenario en el que fue creada la bomba atómica.

Sigue siendo un centro importante de las investigaciones nucleares de EE.UU.

Fue impresionante la velocidad con que se quemaron las etapas del Proyecto Manhattan, que costó la fantástica cifra para la época de dos mil millones de dólares.

En tres lugares secretos en otros tantos Estados norteamericanos fueron creadas ciudades plenas de gente, fábricas y laboratorios para producir el uranio 235 y el plutonio –unos pocos kilos, imprescindibles para hacer estallar la bomba de fisión nuclear.

Los militares y los servicios secretos lograron ocultar a la opinión pública y, sobre todo, a los enemigos militares los avances que, en medio de enormes dificultades y fracasos, lograron que decenas de físicos teóricos, químicos y matemáticos, junto con ingenieros, técnicos y obreros, descubrieran cómo hacer la bomba atómica.

Los controles de seguridad eran muy estrictos y el 90% de los que allí trabajaban no sabían cuál era el objetivo de tantas investigaciones, tantos gastos y tantas máquinas e instalaciones exóticas que se construían.

Finalmente, todo estuvo listo en julio de 1945. Hitler se había suicidado y Alemania se había rendido a principios de mayo.

Leo Szilard y otros científicos quedaron horrorizados cuando supieron que la bomba iba a ser destinada a los japoneses porque era necesario acortar la guerra para evitar que medio millón de soldados estadounidenses murieran durante la ocupación del territorio japonés.

Pero la campaña para evitar la sentencia de muerte a Japón no tuvo éxito, aunque el principal militar norteamericano, el general Dwight Eisenhower, comandante supremo en Europa, se pronunció contra las inminentes masacres de Hiroshima y Nagasaki.

La era nuclear


Entre los científicos que trabajaron en Los Álamos se encontraba Edward Teller, primero amigo y después adversario del pacifista Leo Szilard.

Teller era también un judío húngaro perseguido por los nazis como Szilard, pero no tenía escrúpulos de conciencia y creía no en la bomba sino en la Súper Bomba a fusión de hidrógeno.

Fue el padre de la Bomba H, verdadera protagonista de la Era Nuclear, capaz de borrar a la Humanidad del mapa con su capacidad destructiva de millones de toneladas de dinamita.

Cuando llegó la era del maccartismo en EE.UU –un oleada de enloquecido anticomunismo para uso interno, a comienzos de los 50 en la etapa más dura de la Guerra Fría, Teller estuvo entre los verdugos de Oppenheimer que lanzaron sospechas de deslealtad comunista contra él, obligándolo al ostracismo académico en California.

Oppie fue reivindicado recién en los sesenta, por los presidentes Kennedy y Johnson, cuando ya estaba enfermo del cáncer al pulmón que lo abatió.

En 1989-91 con la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética murió también la era de la Guerra Fría pero no la Era Nuclear, que sigue siendo una amenaza concreta de devastación de la especie humana y del Planeta.