viernes, 15 de mayo de 2009

DEVALUAR LA HISTORIA

UNA MODA DELEZNABLE

Una cosa es criticar actitudes o ideas de nuestros próceres, con el ánimo de asimilar experiencias con sentido positivo, y otra es referirse peyorativamente a su vida privada como si fueran personajes de la farándula.

La larga epidemia de autoritarismo, fraude, demagogia, privilegios y corrupción que asoló a nuestro país durante casi toda su historia.
Salvo excepcionales períodos, tan pocos y tan breves que no alcanzaron para torcer la tendencia
Llevó a los argentinos a la intolerancia, la frustración, la pobreza, la ignorancia, la indiferencia y el resentimiento. Y, claro, tales rasgos negativos han servido a pícaros y aprovechadores para medrar al amparo de ciertos medios y organizaciones
De hecho, porteñas o transnacionales– a los que no les conviene revertir la situación por intereses diversos, económicos y políticos, en tanto en un pueblo pobre, ignorante y resentido es imposible la plena vigencia de las instituciones democráticas y republicanas, el federalismo auténtico y un cabal espíritu de nacionalidad, todas condiciones incompatibles con aquellos intereses espurios.

Todos ellos se empeñan en potenciar los defectos, unos buscando destruir la identidad nacional para hacer de la República una colonia de más accesible conquista; otros, para cosechar más fácilmente votos de intercambio y los menos simplemente para lucrar con pingües y propios beneficios.
Es así que medios de difusión masiva, particularmente la televisión, nos abruman con programas que exaltan las peores cualidades que degradan a la persona humana.

Alcoholismo, Drogadicción, Prostitución, Pornografía, Adulterio, Abandono de Hijos y un largo etcétera son temas cotidianos de novelones y realities, término acuñado para mostrar a la banalidad como única realidad.

Pero esto –en el marco de una valedera pero discutible “libertad de expresión”– no sería tan grave si no fuera tema excluyente que por no tener opción ha ido delineando un particular perfil cultural de los argentinos.
Lo verdaderamente grave –y es de lo que aquí me quiero ocupar.
Lo que ha asestado el golpe de gracia a nuestra vapuleada identidad nacional, es la aparición de mercaderes inescrupulosos de la historia que han hallado el filón, desacralizando símbolos y denostando héroes con el mero recurso de desnudar sus debilidades humanas, sin otro propósito que destruir “mitos”, acicatear el gusto de los lectores por la truculencia, sin agregar análisis histórico alguno.

Si esto se quedara en el anecdotario trivial no pasaría nada; el problema es la repercusión mediática que obtienen y que ha convertido sus dichos en la “nueva historia”, a medida de la ignorancia y el resentimiento.
Perspectiva peligrosa.
Porque una cosa es criticar actitudes o ideas de nuestros próceres, en la perspectiva del tiempo y a la luz de resultados, con el ánimo de asimilar experiencias con sentido positivo, y otra, muy otra, es referirse peyorativamente a su vida privada, a sus orígenes o a sus defectos personales, como si fueran personajes de la farándula y con el pretexto de “bajarlos del bronce” para devolverles su condición de hombres comunes.
Porque eso nada, y lo digo enfáticamente, nada, ayuda a la historia y mucho menos a la evaluación que de ella debemos hacer para corregir rumbos e imaginar nuestro futuro.

Más bien creo que ello conduce a un peligroso repudio de nuestro pasado y de nuestros héroes con el consiguiente debilitamiento de nuestro espíritu nacional.

Menguar la imagen de nuestros prohombres, en nombre de un “nuevo revisionismo” –que no es nuevo, no revisa nada y además sigue teniendo la óptica porteña con la insolente pretensión de imponerla como verdad única.
Tan sólo haciendo mención a sus falencias humanas, personales o privadas, sin el riguroso análisis de los acontecimientos históricos; esto es, sin el contexto de las circunstancias, conduce inevitablemente al lector desprevenido o vulnerable.
Léase principalmente niños y jóvenes– a desdeñar historia, pasado, tradiciones y actores, primer paso para desentenderse del futuro.
El valor de las ideas. Nuestro presente histórico es el corolario de obras y conceptos de quienes llamamos “padres de la patria” y ninguna influencia tuvo el hecho de que aquel fuera hijo natural, aquel otro mestizo o el de más allá homosexual, impotente o adúltero.

Lo que interesa son sus ideas, su visión del país que con sus acciones estaban fundando.

Y desde ahí, todos los errores cometidos, todos los sucesos históricos, por más desgraciados que ellos hayan sido.
Y aquí sí se evidencia la condición de “hombres comunes” de nuestros héroes– deben servirnos para repensar el país, que no es “este” país, sino que es nuestra República, la República que amamos, la República que tenemos, la República que tiene aún mucho.
O todo por hacer.

La Nación está urgida de respuestas y no otra cosa esperamos de la historia y de la dirigencia que la construye y la interpreta.
Cuando echamos la mirada hacia atrás, debemos ver a nuestros héroes por su legado, ya sea político, cultural, científico, militar, etcétera y su trascendencia con respecto al desarrollo histórico de la República.

Ese es el sentido del “bronce”: no la representación estática e impoluta del hombre, sino el ejemplo dinámico que debemos imitar y continuar, el paradigma que debe enseñarse y al cual deben aferrarse los jóvenes para afianzar su presente y proyectar su futuro con un íntegro sentimiento de patriotismo y nacionalidad, más allá de miserias y defectos.
Ese es el análisis que debe hacer la historiografía aunque desde luego acepte diversas interpretaciones.

Cuando el país, los ciudadanos, los jóvenes, los niños necesitan desesperadamente ejemplos, no pueden quienes tienen la responsabilidad de la educación destruir los pocos que nos quedaban sin medir las consecuencias.
Convertir la historia en una crónica más propia de un folletín de farándula no es la alternativa a la otra historia, supuestamente “oficial, seria y aburrida”, que, efectivamente, muy pocos leen, sino el camino inexorable hacia el desencanto, hacia el desprecio de nuestras tradiciones, hacia el desarraigo y hacia el debilitamiento de nuestra propia nacionalidad.
Puede que yo haya aprendido desde una “historia oficial” porteña, desde luego o desde la historia ingenua del Billiken.
Pero con ella aprendí a sentir el solemne escalofrío de la patria que recorre mi médula al ver izar mi Bandera, a amar mi Nación, a respetar las instituciones que la representan, y también a trasegar lo diverso, a indagar en los hondones de la historia en busca de una verdad que sabía que no sería nunca absoluta, pero sí motivadora de actos que debían comprometerme como ciudadano.
Yo estoy orgulloso y agradecido de la enseñanza recibida.
Pero la historia de estos nuevos revisionistas estoy seguro que nada habrá de enseñar, como no sea repulsa hacia nuestro pasado; irreverencia hacia nuestros símbolos, verdades arteramente deformadas, frustración por el desengaño y la desesperanza y, por añadidura.
¡Cómo No! , admiración y nostalgia hacia personajes foráneos, aunque fueran terroristas o dictadores, porque para ellos no hacen revisionismo y sí levantan estatuas, desnudando sus verdaderas intenciones.
Ciertamente, devaluar así la historia es una moda deleznable.