De bebé nomás, me enseñaste a dejar “el chupete”…
¡no es cosa de machos!,
me dijiste y aunque a alguno le cueste creerlo, es el día de hoy que te estoy viendo asomado a “mi cuna”.
Ya más crecidito, a que “en casa”, había horarios preestablecidos para almorzar y cenar…
¡andá a la calle a jugar con tus amigos pero no olvides la recomendación!.
Solo tenías que decírmelo una vez; jamás te tuve temor, siempre un profundo respeto, un indescriptible amor.
¡Si te peleás en la calle y “te fajan”, te la bancás!, y ¡la puta si me tuve que bancar tantas!.
“En el colegio, ya la maestra o el maestro, el profesor o la profesora, tienen implícitamente transferida mi tarea;
¡ni se te ocurra faltarles la consideración, y menos aún, venirme con alguna queja respecto a ellos!”.
Ya bastante más adelante, “procurá no seguir presentándome una novia cada semana, solo conseguís hacer el ridículo y lo que es peor aún, descolocar a la piba en cuestión”.
Cuando cumplí los 18, libreta de Enrolamiento en mano, me entregaste las llaves de “la puerta de calle de casa”, todo un acontecimiento.
“Si vas a seguir estudiando, procurá conseguirte un laburito como para ayudarme a bancarte la carrera”.
“Cuando sientas la necesidad de contarme algo, no repares en hacerlo, también estoy para eso”.
¡Y me rigoreabas, papá!; y ¡cuanto lo necesitaba!.
¡Cuántas veces te hice el ingrato regalo de una puteada, de la boca para adentro!; de otra manera, sabía que corría el riesgo de perder los dientes.
Siempre tenías la palabra justa.
No había sermones, sino la sentencia de “ese dedo índice” que tantas veces pedí a Dios, se convirtiera en el látigo que nunca llegó.
¡Ese que va ahí es mi papá!, solía decir a cuanto se me cruzara, y me quedaba contemplándote,
¡feliz, orgulloso!.
El tiempo transcurrió, y en un abrir y cerrar de ojos, me hice hombre.
Te seguí llamando papá y te visitaba todas las veces que me podía hacer una “escapada”.
A veces no había más que silencios, pero igualmente te podía disfrutar, contemplar, “olerte”, ¡que joder!.
Y la película era una constante; siempre recordaba aquella donde “aparecía aferrado a tus piernas, con la cabeza sin llegar a tus rodillas”, empecinado en dar los primeros pasos.
¡Ta, tá!; ta, tá!, recitábamos acompasadamente, marcando casa paso, cada movimiento que a veces terminaba con mi pequeña humanidad, caída de bruces o de traste en el piso del pasillo de casa.
Y un día me dijiste: “no hay que darle tanta bola al día del padre, de la madre, del niño…son meras fechas comerciales”.
Permitíme entonces que te esté recordando en este día, pero que sepas también lo hice ayer, y antes de ayer y durante todos los días de mi existencia.
Y te recuerdo para decirte
¡gracias!;
gracias por tanta sabiduría, por tanta enseñanza, por tanta templanza, por tanta honestidad, y sobre todo, por haber sido,
“mi papá”.
Ricardo Jorge Pareja